Metrolínea es la prueba física de que la ruina planificada no solo existe, sino que además se construye, se financia y se perpetúa. No es solo un sistema de transporte en crisis; es una ruina moderna con estaciones que han cambiado su propósito original por el de albergues improvisados. Al principio nos vendieron la idea con discursos solemnes y promesas de eficiencia. Pero todo se redujo a una larga secuencia de errores mal maquillados. Y ahí está el resultado: puentes peatonales que parecen selvas, estaciones donde la única fila es la de los indigentes buscando sombra y buses que son más una leyenda urbana que un medio de transporte real. Lo asombroso es que tres alcaldes consecutivos han intentado salvarlo y todos han fracasado con la misma convicción con la que aseguraban que lo lograrían. Cada uno ha prometido estudios, auditorías, mesas de trabajo y se han ido dejando más deuda, menos soluciones y nuevas excusas.

Los puentes de acceso llenos de maleza y abandono

También están los técnicos, aquellos sabios contratados para encontrar respuestas y que, después de largas sesiones de análisis y consultorías, llegan a la revolucionaria conclusión de que la cosa está mal y que lo mejor es hacer otro estudio. Y si de estudios hablamos, no podemos olvidar aquel visionario que diseñó el modelo financiero y proyectó los pasajeros que iban a llenar los buses, asegurando que esto sería una maravilla. Un genio de las estadísticas que prometió un sistema autosostenible y eficiente, pero que en la práctica terminó diseñando un elefante blanco sobre ruedas. Hoy ocupa un cargo de gran prestigio en la educación pública, lejos del desastre que ayudó a crear, pero seguro que recuerda bien sus cálculos cuando pasa por una estación vacía y ve el legado de su sabiduría. Pero el tiempo sigue su curso, y Metrolínea, lejos de mejorar, se ha convertido en una parodia de sí mismo. Los buses ya no son un servicio de transporte, sino una especie en peligro de extinción. Las estaciones abandonadas ya tienen indigentes viviendo en ellas. Y los puentes, entre la maleza y la corrosión, parecen más bien recordatorios de que aquí la planificación urbana se quedó a medio camino entre la ineptitud y el olvido. La estupidez, decía Umberto Eco, no es simplemente la ausencia de inteligencia, sino la insistencia en el error disfrazada de lógica. Y ahí está Metrolínea, una gran obra de teatro donde la escenografía se derrumba, los actores no saben qué hacer y el público hace rato dejó de prestar atención. El sistema es un símbolo de esa estupidez colectiva. No solo de quienes lo diseñaron mal, sino de todos los que permitimos que muriera sin exigir algo mejor. Como diría Eco, estamos atrapados en la paradoja de la modernidad: nos quejamos del colapso del sistema, pero no hacemos nada para cambiarlo. Y mientras tanto, seguimos esperando un bus que, como muchas otras promesas urbanas, ya no va a llegar.

Los buses ya no son un servicio de transporte, sino una especie en peligro de extinción.
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